No se habla del gato en fuentes literarias persas hasta finales de la época sasánida (224 – 651 d. C.). La mitología zoroastriana refiere que el gato (gurbag) fue creado por el espíritu maligno; y los textos Palhaví lo incluyen en la muy denostada “especie loba”. Según un mito zoroastriano citado en el “Dādestān ī denīng”, el gato habría nacido de la relación entre la hermana de Jamshid (rey mitológico) y un demonio.
Sin embargo, Persia conocía al gato antes de la época sasánida. Los partos exportaban gatos persas de pelo largo, y algunos investigadores creen que el rey Cambises (530 – 523 a.C.) importó gatos de Egipto, de donde saldría la raza persa. Aunque esta explicación nos parece algo rebuscada por dos razones: primera, ninguna representación felina egipcia muestra gatos de pelo largo; segunda, el gato angora turco ya existía, y es una de las razas más antiguas.
Debido a su asociación con el mal, no se mencionaba al gato en la persa sasánida, pero sí al perro, alabado por su lealtad. Al parecer, los zoroastrianos creían que si un gato orinaba en el mar, morirían diez mil peces. Sin embargo, una historia contada en el “Šāh-nāma” cuenta que en la época del rey Cosroes II Parviz (finales del imperio sasánida), este mandó a un malévolo gobernador a la ciudad de Rayy que mandó matar a todos los gatos con la consiguiente plaga de ratas y ratones, obligando a los habitantes a irse. La ciudad se salvó gracias a la reina, que llevó un gatito al rey para divertirle y, de paso, le convenció de que encarcelara al malvado.
La conquista islámica de Persia empezó en 633 y acabó en 656, poniendo fin al imperio sasánida. Con la conversión al islam de la gran mayoría de la población, la mala fama de los gatos empezó a declinar. La tradición dice que el profeta Mahoma vaticinó a una mujer que había dejado morir de hambre a su gato que sería castigada en el infierno. Entre los sufís se cuenta que el poeta Šeblī obtuvo el perdón divino de sus pecados por haber ayudado a un gatito.
En el islam, el gato no es impuro, al contrario del perro, y según una tradición que remontaría a Āyeša, la esposa del profeta, está permitido realizar abluciones con el agua donde haya bebido un gato. Esto contrasta fuertemente con la creencia zoroastriana de que si un gato ha comido siete veces de un cuenco, por mucho que se lave, nunca estará limpio; que la comida que hayan tocado los bigotes de un gato hará que la persona se consuma, o también que los demonios penetrarán en el cadáver que un gato haya mirado.
El escritor Jāḥeẓ, que vivió en el siglo IX, afirma que los tenderos vendían gatos conocidos por su pericia a la hora de cazar ratones o ratas. También dice que los gatitos eran más caros que los adultos y que las mujeres les ponían pendientes y collares, les teñían el pelo, besaban y dormían con ellos. No hemos encontrado ninguna representación de esta época, pero varios cuadros del siglo XVIII muestran a mujeres con un gato. Siempre mujeres, nunca hombres, como si en esta época se asociara el gato a un ambiente intimista femenino.
Se cuenta que el príncipe dailamita Rukn al-Dawla (947-77) adoraba a su gato y algunos súbditos ataban peticiones al cuello del gato para asegurarse de que las leyera. El famoso poeta místico Farid al Din Attar, del siglo XII, dejó escrito que un jeque sufí tenía un gato que llevaba zapatos para no ensuciarse los pies y que tenía derecho a sentarse en la alfombra de oración. Un criado maltrató al gato y el jeque le exigió que le pidiera disculpas.
Se dice que el famoso jurista y poeta Emād Faqīh Kermānī – siglo XIV – enseñó a su gato a imitarle durante las cinco oraciones cotidianas. El gato Babrī Khan, cuyo dueño era el rey Naser al-Din Sah Kayar (dinastía Kayar, 1848-1896), también se dio a conocer en una época mucho más reciente. En este mismo periodo de tiempo, se sabe que muchos aristócratas tenían gatos domésticos. En un cuadro de época kayar, un sirviente ofrece una taza a una dama, pero es imposible saber si el gato blanco y negro en la esquina inferior derecha es de pelo largo. Por cierto, en todas las pinturas de mujeres con gato, este último está situado en la esquina inferior derecha. ¿Una convención pictórica de la época?
Popularmente se creía que si la gata no movía su camada siete veces en la casa, los gatitos no abrirían los ojos. Y, como siempre, el comportamiento del gato predecía el tiempo y otros acontecimientos: Cuando un gato se lame las patas mirando la puerta de salida, significa que los invitados están a punto de llegar. Si un gato duerme dando la espalda a la chimenea o si se persigue el rabo, el frío está de camino, pero si el gato se lame las patas en dirección de la alquibla, pronto lloverá. Dos gatos apareándose durante los últimos veinte días de la čella-ye kūčekk (por lo que hemos encontrado, debe de ser el invierno) significa prosperidad y lluvia para todo el año.
El gato tiene un papel importante en la literatura persa, sobre todo en forma de fábulas con moralina, muchas de ellas adaptadas a partir de las escritas por Esopo (siglo VI a. C.), y también del Mahabharata, escrito en sánscrito.
Es sorprendente que la representación figurativa esté tan presente en Persia hasta el siglo XX. Es verdad que el Corán no prohíbe en ningún momento la representación figurativa, pero se la rehuyó para evitar recaer en el antiguo paganismo.
Acabaremos diciendo que en Teherán hay un museo dedicado al gato persa donde viven nada menos que veintisiete gatos. Algunos fueron recogidos de la calle, otros entregados por sus dueños al no poder cuidarlos. El museo se abrió hace unos cuatro años e incluye un café restaurante (menú vegano) por donde también pasean los gatos. Una veterinaria que va a visitarlos semanalmente dice: “Basta con jugar o cuidar de gatos para que se liberen las hormonas de la felicidad”.























