No sabemos si el autor y periodista Italo Calvino tuvo gatos, pero el penúltimo capítulo, el XIX, del libro “Marcovaldo, o sea Las estaciones en la ciudad”, lleva por título “El jardín de los gatos obstinados” y empieza así “La ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres están una dentro de otra, pero no son la misma ciudad”. El autor no se equivocaba, aunque los gatos y las personas ocupamos – aparentemente – el mismo espacio, son más bien dos mundos superpuestos que, a veces, se cruzan y encuentran.

Los veinte capítulos son en realidad veinte relatos que pueden leerse de forma independiente, cuyo hilo conductor es Marcovaldo, un padre de familia numerosa que trabaja en una empresa cargando cajas. Cada historia está dedicada a una estación, por lo que se repiten cuatro veces. Los primeros capítulos aparecieron en el diario L’Unità  en 1952 y la editorial Einaudi, de Turín, publicó la colección completa en 1963 con ilustraciones de Sergio Tofano.

Italo Calvino dice que pocos gatos recuerdan los tiempos en que no había diferencia entre la ciudad de los gatos y la de los hombres, cuando todos los espacios estaban compartidos, cuando las calles no estaban invadidas por una circulación mortal, cuando no había rascacielos, cuando la ciudad no era vertical. Pero en esta ciudad vertical se abre una especie de contraciudad, una ciudad en negativo con pasadizos secretos, “una ciudad de intervalos, de claraboyas, conductos de ventilación, patios interiores, escaleras, cual red de canales secos en un planeta de yeso y alquitrán, y es ahí, en esa red, pegada a los muros donde corre la antigua raza de los gatos”.

Marcovaldo, que a la hora de comer no vuelve a su casa y se conforma con un bocadillo y un paseo, conoce a un gato vecino que también sale a pasear a la misma hora. Un día, el gato le lleva al lujoso restaurante Biarritz, frecuentado por la alta sociedad de la ciudad. Es importante tener en cuenta que Marcovaldo ha seguido al gato por los recovecos y el comedor desde arriba, a través de los tragaluces instalados alrededor de una cúpula.

El gato está empeñado en llevar a Marcovaldo hacia la cocina, pero este queda fascinado por los comensales y el gran acuario lleno de truchas vivas que los clientes escogen personalmente antes de comérselas. Marcovaldo se da cuenta de que, desde donde está, es posible pescar una; no podrán acusarle de robar, únicamente de pesca ilegal. Corre a por la caña de pescar y, ni corto ni perezoso, se hace con una trucha sin que nadie se entere.

En el momento en que va a soltar la trucha del anzuelo, el gato roba el pez y sale disparado. Marcovaldo pisa la caña, pero el gato – grande y musculoso – consigue romper el hilo y huir. El hombre persigue el hilo, ya no ve al gato, y llega a un jardín abandonado, lleno de hojarasca, pegado a un viejo palacete en mal estado. La trucha cuelga de la rama de un árbol y, debajo, numerosos gatos discuten agriamente para saber quién pegará el salto y se hará con ella.

Marcovaldo consigue alcanzar el hilo y, dando varios tirones, lo libera. Entonces ocurren dos cosas casi al mismo tiempo: la primera, una casi lluvia de restos de carne, huesos y cabezas de pescado distrae a los gatos que se abalanzan para comer; la segunda, una ventana del palacete se abre, aparece una mano con una tijera y otra sujetando una sartén. La tijera corta el hilo, la trucha aterriza en la sartén y desaparece. Todo ocurre tan rápidamente que el pobre Marcovaldo se pregunta si no lo ha imaginado.

Se da la vuelta y ve que está rodeado de muchas mujeres con paquetes de comida para los gatos. Pregunta qué hacen todos estos gatos en el jardín y una le contesta que es el único que queda en la ciudad. No solo vienen los gatos incluso de kilómetros a la redonda, sino también cientos de pájaros y ranas, muchas ranas, que viven en una bañera y se pasan la noche croando. La dueña es una vieja marquesa que apenas se deja ver.

Las opiniones están divididas en cuanto a la marquesa; algunas la consideran una santa que no vende por no quitar el jardín a los gatos, otras dicen que nunca les da de comer y es una vieja tacaña. Marcovaldo decide llamar al timbre y pedir que se le devuelva su trucha. Una mano arrugada abre un poco la contraventana y un ojo azul turquesa le mira. Marcovaldo le explica lo ocurrido, pero de nada sirve. La anciana acusa a los gatos de tenerla prisionera. La contraventana se abre un poco más y por un momento puede verle todo el rostro, que se parece mucho al de un gato. La marquesa sigue diciendo que los gatos le impiden vender, que arañan a los compradores, que un día estaba a punto de firmar y tiraron el tintero… Marcovaldo se va.

Pintura Khaligat (India)

Llega el frio invierno y los gatos prefieren quedarse en sus casas, si las tienen, pero al empezar a fundirse la nieve, regresan a su jardín. Nadie ha visto a la marquesa en meses, y cuando por fin entran en el palacete, descubren que ha muerto. En primavera, el jardín se ha convertido en una enorme obra, los cimientos ya están en su sitio, sosteniendo un esqueleto de acero cada vez más alto. Pero es imposible trabajar, los gatos están por los andamios, tiran los sacos de ladrillos y de cemento, usan la arena para sus necesidades. Algunos son agresivos, otros, más amables, se limitan a subirse a los hombros de los albañiles. Los pájaros anidan por todas partes y es imposible llenar un cubo de agua sin que salten diez ranas dentro…

Italo Calvino también escribió otro relato corto titulado “El policía y el gato” e incluyó el cuento popular “La fiabbi dei gatti” (El cuento de los gatos) en una recopilación de cuentos de hadas italianos. Ambos son muy bonitos, pero tendrán que esperar otro momento.

Italo Calvino

Nacido el 15 de octubre de 1923 en Cuba, Italo Calvino falleció el 19 de septiembre de 1985 en Siena, Italia. Muy admirado en Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos, fue el autor italiano más traducido al inglés.

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