Una seguidora mexicana de Gatos y Respeto publicó hace unos días en su Facebook la foto de un gato “lazarillo” con su dueña, Carolyn Swanson. Nos quedamos sorprendidos y decidimos indagar más; los gatos guía no abundan y parece ser un caso único. Al menos que esté documentado.

En 1946, la Sra. Carolyn Swanson, residente en Hermosa Beach, California, salió en los titulares de varios periódicos locales gracias a Baby, su gato lazarillo, al que había entrenado para guiarla por la pequeña ciudad.

¿Por qué se inclinó la Sra. Swanson por un gato en vez del tradicional perro guía cuando perdió la vista en 1945? Una pequeña reseña publicada en un periódico de Los Ángeles dice: “La anciana Sra. Carolyn Swanson, que vive en una casita en el cercano pueblo de Hermosa, se quedó ciega hace un año. Al no tener perro, optó por entrenar a su gato como mejor alternativa. Baby, un persa de gran tamaño, la guía durante sus salidas diarias y la avisa del peligro en los cruces dándole con el rabo en las piernas”.

Pero parece ser que Baby hacía más que eso. Según un artículo publicado en The Redondo Reflex el 13 de diciembre de 1946, además de guiar a la Sra. Swanson tirando de la correa, anunciaba los cruces con un maullido y se detenía si venía un coche. Mientras hubiera coches, seguía golpeado la pierna de Carolyn con su espléndido rabo. Añadiremos que posiblemente la Sra. Swanson no estuviera ciega del todo, que pudiera ver sombras.

Si Baby fue capaz de hacerlo, ¿por qué no hay más gatos lazarillos? Una respuesta puede ser que los animales guía deben ser grandes, por eso la mayoría de perros utilizados para este fin son labradores, Golden Retrievers o pastores alemanes. En tres razas de gatos, los Maine Coon, los bosques de Noruega y los siberianos, hay especímenes que pueden alcanzar los diez kilos, pero no son los treinta de un labrador.

También está la idea de que no se puede entrenar a un gato. Ya se sabe, los gatos son independientes, hacen lo que quieren, no aprenden, etcétera. Bueno, quizá haga falta más paciencia, pero hay muchos ejemplos de gatos entrenados para hacer ciertas cosas. Numerosas personas enseñan a sus gatos a andar con correa, a viajar en coche sin pasarlo mal e incluso a hacer algún truco que otro.

Lo de gatos guía parece complicado, pero sí podrían ayudar a detectar bombas, por ejemplo. Aunque los perros tienen el olfato más desarrollado que los gatos, estos diferencian mucho mejor los olores. Se meten en sitios inverosímiles; ya se sabe, si cabe la cabeza, entra el resto del cuerpo. Podrían ser magníficos rescatadores en catástrofes naturales.

Prevalece la noción de que el gato sigue siendo medio salvaje. Quizá porque el perro fue domesticado hace treinta mil años, mientras que las pruebas arqueológicas sugieren que el gato se “autodomesticó” hace diez mil.

La universidad estatal de Oregon lleva unos pocos años demostrando que los gatos hacen cosas totalmente inesperadas. Krystin Vitale, una investigadora de esta universidad, dedicada al estudio de la mente felina, rescató a un gatito blanco y negro en una carretera. Carl – así se llama el gato – hace algo que dos años atrás se creía imposible en un gato.

La investigadora está sentada en el suelo en un laboratorio delante de dos cuencos, uno a la izquierda, otro a la derecha. Su ayudante se ocupa de distraer a Carl hasta que la Dra. Vitale le llama: “¡Carl!”, y señala uno de los boles con el dedo índice. Niños de muy corta edad pasan este test con facilidad. Entienden que si señalamos algo, deben mirarlo, pero los chimpancés, como la inmensa mayoría de animales, ignoran el gesto. Carl no lo duda, va directamente hacia el cuenco señalado. Hace 20 años se demostró que los perros también lo entienden, lo que revolucionó la investigación en comportamiento animal.

¿Por qué lo entienden los animales domesticados? ¿Por qué la convivencia con el ser humano les hace comprender otras cosas? Si es así, entonces también nosotros hemos debido aprender algo de ellos.

En otro experimento en la misma universidad, una gata tricolor llamada Lyla entra en el laboratorio con Clara, su dueña. En cuanto la deja en el suelo, Lyla se aplasta, aterrada, desconoce los olores y el espacio. Se oye una puerta cerrarse de golpe, se asusta aún más. Entonces Clara se va. Lyla empieza a dar vueltas sobre sí misma, presa del pánico y acaba arañando la puerta por donde Clara ha salido mallando sin cesar.

Al cabo de dos minutos, Clara regresa y se sienta en el suelo. Lyla corre hacia ella y se frota contra sus piernas y se cara mientras la acaricia. Ya más tranquila, se aleja para explorar. “Mucha gente dirá que esto demuestra que a la gata no le importa la dueña”, dice Krystin Vitale, “pero es todo lo contrario”. Explica que Lyla se siente cómoda y calmada porque Clara está cerca. Clara le aporta la suficiente seguridad para que pueda indagar en su nuevo entorno.

Cualquier persona que tenga o haya tenido gatos y se haya fijado un poco en ellos sabe que nos echan de menos cuando nos vamos de viaje, o incluso si nos ausentamos unas horas. Algunos nos castigan ignorándonos; otros, al contrario, no nos dejan deshacer la maleta de lo contentos que están. Solo alguien que no haya convivido con un gato puede tacharles de egoístas e indiferentes.

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