Se sabe que Lovecraft tuvo un gato negro cuando de niño vivía en casa de su abuelo y que dicho gato desapareció en 1904. Ese mismo año murió su abuelo dejando a la familia en dificultades financieras. Lovecraft tenía entonces 13 años. De adulto habló de su adorado gato en numerosas cartas e incluso le dedicó unas líneas en el relato “Las ratas en las paredes”, publicado en marzo de 1924.

Al parecer, Lovecraft no volvió a tener un gato a pesar del cariño que sentía por ellos. Por ejemplo, años después, en otra casa de Providence, Massachusetts, puso nombre a cada uno de los gatos del barrio y decidió que pertenecían a una fraternidad ficticia llamada Kappa Alpha Tau. Los gatos le conocían y se le acercaban.
La obra de H.P. Lovecraft no fue reconocida durante su vida; a veces prefería no comer con tal de tener dinero para mandar cartas a sus amigos y corresponsales, como Robert Barlow, albacea de su obra. No hablaremos aquí en detalle de su vida, está al alcance de todos en Internet. Los gatos aparecen en varias obras del autor, en “The Dream Quest of Unknown Kadath” (La búsqueda onírica de la desconocida Kadath), en el escalofriante relato “Las ratas en las paredes”, en “Los gatos de Ulthar” y en el ensayo “Cats and Dogs”. Todos estos títulos merecen una entrada y hemos escogido “Ulthar” para empezar.

Escrito el 15 de junio de 1920, el cuento está claramente influenciado por el escritor anglo-irlandés Lord Dunsany, al que Lovecraft admiraba. El niño huérfano se llama Menes, como el mítico fundador de la ciudad egipcia de Menfis, donde también se veneraba a la diosa Bastet, asimilada a Sejmet.
El relato empieza con un canto al gato: “Dícese que en Ulthar, más allá del río Skai, nadie puede matar a un gato; y en verdad me lo creo mientras observo a aquel sentado que ronronea ante el hogar. El gato es críptico, y está próximo a cosas extrañas que los hombres no pueden ver. Es el alma del antiguo Egipto, el portador de relatos de las olvidadas ciudades de Meroe y Ofir. Es pariente de los señores de la jungla y heredero de los secretos de la vetusta y siniestra África. La Esfinge es prima suya, habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge, y él recuerda lo que ella ha olvidado”.
En Ulthar, un viejo y su esposa disfrutaban poniendo trampas y matando a todos los gatos que se acercaban a su casucha a las afueras del pueblo. El resto de habitantes, gente sencilla, deploraba la desaparición de sus gatos, pero no se atrevían a enfrentarse a la pareja de ancianos, pues la expresión de sus caras marchitas les asustaba.
Un buen día, una caravana procedente del sur entró en las estrechas calles de Ulthar. Pero esas personas en nada se parecían a las de otras caravanas que llegaban al pueblo dos veces al año. Eran de tez oscura, en sus carretas llevaban pintadas extrañas figuras con cuerpo humano y cabeza de gato, halcón, carnero y león, y su jefe iba tocado con un disco entre dos cuernos. Entre el grupo había un niño huérfano llamado Menes cuya única compañía era un gatito negro.

La tercera mañana de la estancia de la caravana en Ulthar, Menes no encontró a su gato. Al verle llorar desconsoladamente en la plaza, la gente le habló de la malévola pareja y de los horribles ruidos que habían oído por la noche. El niño dejó de llorar, reflexionó y empezó a orar en un idioma desconocido. Las nubes adoptaron formas exóticas de criaturas híbridas coronadas con discos flanqueados por cuernos que dejaron atónitos a los aldeanos.
El extraño grupo abandonó Ulthar esa misma noche; jamás les volvieron a ver. Y también esa noche desaparecieron todos los gatos del pueblo. No quedaba ninguno, ni pequeños ni grandes, ni negros, grises, atigrados, amarillos o blancos.
El viejo Kranon, el burgomaestre, acusó a la gente de tez oscura de haberse llevado a los gatos para vengarse de la desaparición del gatito de Menes, y los maldijo. Pero Nith, el notario, dijo que más bien habría que sospechar del viejo y de su mujer. Aun así, nadie se atrevió a acercarse a la choza, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró haber visto a todos los gatos de Ulthar en la hora crepuscular congregarse en el jardín semiabandonado de la pareja.
Los habitantes de Ulthar se fueron a dormir inquietos y enfadados, pero al amanecer descubrieron que los gatos habían vuelto. No faltaba ninguno y parecían satisfechos, tranquilos, contentos, y no dejaban de ronronear. Durante los dos días siguientes, los gatos rechazaron la carne y la leche que les ponían sus dueños.
Hasta una semana después los habitantes no se dieron cuenta de que ya no se veía luz en la casucha de la pareja de ancianos. Ninth dijo que nadie les había visto desde la noche que los gatos habían desaparecido. Pasó otra semana antes de que el burgomaestre decidiera vencer su miedo e ir a ver qué pasaba. Por si acaso, se llevó a Shang el herrero y a Thul el cantero como testigos. Después de romper la frágil puerta, solo encontraron dos esqueletos en el suelo de tierra batida y unos cuantos escarabajos escondiéndose en los rincones oscuros.
Lo ocurrido dio mucho que hablar. Zath el médico y Nith el notario debatieron el tema hasta la saciedad. Kranon, Shang y Thul tuvieron que contestar a mil preguntas. Incluso el pequeño Atal debió repetir decenas de veces lo que había visto esa noche, y todos le dieron dulces para recompensarle.

El cuento acaba así: “Al final, los ciudadanos aprobaron una ley notable de la que hablan los negociantes en Hatheg y los viajeros en Nir; concretamente que en Ulthar nadie puede matar a un gato”.