
Sandra Bierman pinta mujeres ampulosas con gatos, muchos gatos. Se abrazan a un gato, a dos, incluso a tres, a gatos de todos los colores, grises, amarillos, azules, verdes. Hay mujeres jóvenes, mayores, niñas, indias, rubias, da igual, todas las mujeres del mundo llenas de curvas, algo distorsionadas. Son composiciones sensuales, llenas de colorido y vida.

La artista dice que pinta por intuición, nunca usa un modelo o una fotografía, se limita a dar rienda suelta a su imaginación. A menudo empieza con un esbozo que acaba por transformarse en algo totalmente distinto a la primera idea.


Nació en Brooklyn, Nueva York, hija de un inmigrante sueco y de una tejana del campo. El año de su nacimiento es un misterio: hemos encontrado dos fechas distintas, 1938 y 1945. Sus padres se separaron cuando tenía cuatros años, y su madre llevó a sus dos hijas a Oklahoma, donde vivía su abuela.

Pasó gran parte de su infancia en casas de acogida porque su madre sufría de esquizofrenia y no podía cuidar de ella ni de su hermana, pero también vivió temporadas con su abuela, que era en parte india Cherokee, una mujer grande como las de sus cuadros, generosa, cálida y acogedora. La pintora dijo en una entrevista en 1998 que sin su abuela dudaba que hubiera sobrevivido y que muchas de las sensaciones e imágenes de sus cuadros son recuerdos e impresiones del tiempo pasado con ella.

En dicha entrevista cuenta que recuerda su niñez como un continuo cambio de casas y de escuelas, hasta el punto de que dejó de memorizar los nombres de sus compañeros. Eso, añadido a la dislexia que padecía, hizo pensar a varios profesores que sufría un retraso mental. Por suerte, su tía Cleo le hizo pasar unos exámenes y descubrió que su cociente intelectual estaba por encima de lo habitual, lo que le vino muy bien para su baja autoestima.

Recuerda que dibujó desde siempre. En los momentos más duros, se iba a un rincón, se escondía y dibujaba. A los doce años obtuvo su primera beca para asistir a clases de acuarela. Al acabar el instituto, logró una beca de cuatro años para el Maryland Institute of Art.

En 1986, siendo segunda vicepresidenta de telecomunicaciones del Chase Manhattan Bank en Nueva York, ella y su marido Arthur Bierman, profesor de física, decidieron dejarlo todo y mudarse al campo en el estado de Nueva York. Llevaba veinte años sin pintar, dedicada a sus hijos y a su trabajo. Dos años después se mudaron a Boulder, Colorado, y siguió pintando.

Hablando de sus obras dice: “Soy consciente de que el estilo, los temas y la composición permanecen constantes, pero cambio de técnica muy a menudo. Me gusta trabajar con lienzos de diferentes texturas y aplicar la pintura de diferente modo. Me aburriría hacer lo mismo todo el tiempo. Para mí, el arte es el camino de la exploración. Lo importante es el camino, no el producto acabado”.

Prefiere trabajar con pinturas al óleo por su versatilidad, suavidad y el tiempo que necesitan para secarse completamente. Su paleta de colores pasa de los sutiles tonos tierra al impasto más vibrante. Utiliza perspectivas poco habituales, trazos ondulantes, yuxtaponiendo la oscuridad y la luminosidad.
Sigue diciendo: “Siempre me ha gustado la naturaleza. La considero una fuerza femenina y es lo que me gusta pintar. Mis mujeres forman parte de la naturaleza, aportan vida y sanan. La mayor parte de las mujeres que pinto van descalzas porque están cerca de la tierra, ancladas, seguras. Las mujeres grandes comunican esas sensaciones. Me parece que las mujeres están más en armonía con sus sentimientos, son más sensibles y más expresivas que los hombres. (…) Admiro a las mujeres con sustancia. Nadie debe avergonzarse de ser grande. Al contrario, hay que alardear de cada centímetro. Avergonzarse reduce el poder, la fuerza y el carisma; en otras palabras, la grandeza. Si fuera grande, me vestiría con vestidos sueltos llenos de colores. Sería una mujer grande con mucha presencia”.


Explica que para ella pintar es una necesidad, equivale a un proceso terapéutico. Si pasa unos días sin pintar, se entristece, se enfada con el mundo; en ese caso, su marido Arthur le pide amablemente que vuelva a su taller y pinte. Todos sus sentimientos pasan a sus cuadros, algunos son oscuros, otros muy luminosos. “A veces, al empezar un cuadro, me limito a dibujar círculos. El lienzo me guía, es un proceso espontáneo. Pintar significa la mezcla de lo consciente y lo inconsciente. Trabajo con los espacios o formas entre las líneas: los brazos, las figuras, la fluidez, la simetría. Todo es intuitivo, nada está pensado de antemano”.

“Estar en mi taller y pintar se asemeja a una experiencia religiosa. Soy feliz pintando, tan feliz como cuando me sentaba en la rama del enorme roble delante de la casa de mi abuela, contemplaba el prado y me sentía una con la naturaleza, con algo mucho más grande que yo”.

Añade que cada vez le atrae más la sencillez, acercarse a lo esencial. Cree estar muy influenciada por los maestros italianos del siglo XVI, el arte mexicano y maya, así como el arte japonés clásico.

Todos los gatos, sean del color que sean, rojos, azules o verdes, son en realidad uno solo. Un gato blanco al que amó profundamente y cuyo recuerdo mantiene vivo en sus obras, como ocurre con la memoria de su abuela.

bella publicación, como siempre, mil gracias 🙂 la llevo conmigo