El 15 de febrero de 2019, la revista LIFE publicó un número especial dedicado únicamente a los gatos, el animal doméstico más popular del planeta, según dicen, y que a pesar de eso sigue siendo casi tan salvaje como sus lejanos antepasados. Quizá es la explicación de por qué casi nunca hacen lo que queremos o lo que esperamos.
El número contiene artículos de la historia del gato doméstico, su comportamiento, la supuesta enemistad entre gatos y perros, muchas fotos (aprovechamos para incluir unas cuantas aquí), y varios relatos cortos con el gato como protagonista. Entre todos estos últimos hemos escogido uno del periodista y autor Kostya Kennedy.
Nacido en Great Neck, estado de Nueva York, es director de contenidos de la editorial digital Dotdash Meredith. Anteriormente fue redactor jefe y director editorial adjunto de Sports Illustrated. Tiene varias novelas en su haber, la última publicada en abril pasado, “Four Seasons of Jackie Robinson”. Ha contribuido con artículos en el diario The New York Times y con relatos en la revista The New Yorker. A continuación, el homenaje que Kostya Kennedy escribió a su gato Kaya.
Una mañana, hace ya unos cuantos años, cuando vivía en Nueva York, envolví a Kaya en un viejo chal azul y recorrí ocho manzanas con él en brazos hasta el veterinario para que le durmiera. Llevábamos juntos desde que yo tenía 14 años. Le había llamado así por el álbum de Bob Marley. “Diecinueve años son muchos años para un gato”, dijo el veterinario, mientras le acariciaba.
Kaya aún tenía un suspiro de vida. Camino de la clínica, me dio con la pata en la barbilla mientras yo le contaba con toda naturalidad que en una reciente encuesta de la CNN y del New York Times había sido votado uno de los mejores siete gatos del noreste de Estados Unidos. En nuestros años juntos, le había contado muchas cosas así: mi forma de decirle cosas cariñosas.
Kaya siempre toleró mis historias de encuestas, aunque estoy convencido de que no se dejaba engañar, sabía quién era. Al menos comparado con su hermano Korduroy, desde luego. Korduroy hacía cosas que merecían contarse. Por ejemplo, esperaba sentado al lado de la señal de “stop” en la calle, y cuando se detenía un coche, saltaba al capó y miraba dentro a los ocupantes. Kaya le observaba con total impasibilidad, como también hacía cuando Korduroy y el pastor alemán de los vecinos fingían pelearse. Comparado a Korduroy, un habilísimo cazador que llamaba a la puerta pasando la pata por la ranura del buzón, Kaya parecía algo simplón.
Era un gato dócil y prudente que ronroneaba mucho. No solía matar nada, pero atacaba con tremenda energía a los bolígrafos y los alargadores. Llevaba guantes blancos en las patas delanteras, calcetines largos en las traseras y pechera blanca con cuello blanco. En el resto del cuerpo tenía manchas negras y marrones, a excepción de una pequeña máscara blanca en la nariz y en la boca. Se pasaba mucho rato tumbado.
Entre mi familia más cercana y yo habíamos tenido unos doce gatos al cabo de los años; eso sin contar los ocho gatitos que se apoderaron de la casa después de que Paleleela diera a luz. De todos, no cabe duda de que Kaya siempre fue el mejor en cuanto a educación y amabilidad. Dejaba que Korduroy comiera primero. Aguantaba estoicamente que gatos de dos años jugaran con su rabo. Hacía compañía a los seres humanos. Muchos gatos entienden cuando un ser humano sufre, pero ninguno lo entendía tan bien como Kaya. Siempre que alguien estaba triste, se acercaba y maullaba una vez mirando a la persona.
A Kaya le gustaban las cosas sencillas: que le peinaran, rascaran detrás de las orejas, comer trocitos de pollo caliente, los viajes a Cape Cod, un sitio para dormir en la cama. ¿Cuántas veces homenajeamos la vida de un gato?
Puede que al no ser tan hábil como otros, Kaya decidiera empezar a hablar durante los últimos años de su vida. No dejaba de maullar. La mayoría de veces emitía una especie de queja que sonaba más a la de un bebé humano que a la de cualquier otro animal. “Oye, ¿hay un niño en tu casa?”, me preguntaban amigos durante alguna llamada telefónica. Pasaba lo mismo con mis llamadas profesionales cuando entrevistaba a alguien. Si la voz de Kaya llenaba el pequeño piso, notaba que la persona al otro lado de la línea telefónica intentaba ignorarla con cierta incomodidad. Luego, al colgar, le decía a Kaya: “Lo sé, ser gato es difícil a veces”.
Pero Kaya emitía más sonidos además de ese lamento. También lanzaba un maullido agudo de dos notas cuando jugaba o esperaba comida. Me saludaba con un ruido breve, como si piase. Si se cruzaba con otro gato, emitía un sonido largo y gutural. Al despertarse, dejaba escapar algo entre maullido y bostezo. Una serie de ladriditos anunciaba la llegada de una tormenta. Fuese el sonido que fuese, la única forma de hacerle callar era ponerle en mi regazo.
Los maullidos se convirtieron en un telón de fondo que no desapareció hasta el final. Cuando pedí una cita en la clínica veterinaria, Kaya llevaba varias semanas enfermo. Era el tiroides. Se pasaba casi todo el día durmiendo y vomitaba los medicamentos que le daba. Había dejado de venir a la cama a dormir. Se quedaba en un rincón del piso del que salía cada pocas horas para mirar su bol de agua y dar un par de desganados lametazos. Cuando dejó de maullar, un extraño silencio se apoderó de la casa. Entonces también dejó de comer.
Me afectó mucho. Intenté tentarle con sus comidas preferidas. Los amigos empezaron a venir para despedirse de Kaya. La víspera de la visita a la clínica, me senté en el sofá en silencio, muy abatido, la mirada perdida. Kaya se dio cuenta de que estaba muy triste. Bajé la mirada cuando noté que se frotaba contra mis piernas. Me miró y dijo “Miau”, antes de volver a su esquina y dejarse caer a descansar.
Al día siguiente le llevé a la clínica en brazos. No dejé de hablarle como si no pasara nada. Allí le deposité en una mesa en una salita de paredes verdes y le acaricié hasta que le oí ronronear débilmente. El veterinario también estaba, y Kaya, con lo que me pareció ser un tremendo esfuerzo, maulló por última vez.
Siempre digo que tuvo una vida amable y que todos hubiéramos podido aprender de él.