POR QUÉ RONRONEAN LOS GATOS
(Cuento tradicional inglés)
(Esta entrada está dedicada a nuestra amiga Irati, que tiene tres años, es una apasionada de los gatos y una seguidora del blog).
Érase una vez un rey y una reina que deseaban tener una niña. Cuando ya estaban a punto de perder la esperanza, la reina dio a luz a una niña y ambos fueron las personas más felices del mundo, aunque algo enturbiaba esa felicidad: una mujer había leído la fortuna de la reina a cambio de comida y le había dicho lo siguiente: “Tendréis una hija fuerte y sana, pero morirá en el momento que la deis en matrimonio a un príncipe. Este es mi consejo: “Debéis encontrar a tres gatitos totalmente blancos, que no tengan un solo pelo de otro color. Crecerán con vuestra hija y les daréis varias pelotas con las que jugar, unas de hilo y otras de oro. Mientras jueguen con las pelotas de hilo, todo irá bien, pero pobres de vosotros si escogen las pelotas de oro”.
Se hizo saber que el rey buscaba tres gatitos, y sus súbditos le trajeron todo tipo de gatos, atigrados, negros, grises… Después de años de búsqueda, se encontraron tres gatitos totalmente blancos, y aunque procedían de lugares muy diversos, enseguida se hicieron amigos. Los tres gatitos y la princesa se querían. Los meses se tornaron años y los gatitos seguían sin hacer caso a las pelotas de oro.
Cuando la princesa tuvo edad suficiente para aprender a hilar, los gatitos se divirtieron aún más. Saltaban para atrapar la rueda de la rueca y jugar con los hilos. Por mucho que ella les pidiera que se comportasen, no la obedecían. La reina se sentía feliz al ver que ignoraban las pelotas de oro y se limitaba a reír viéndolos jugar.
La princesa cumplió dieciséis años. Era bellísima. Muchos príncipes acudieron de cera y de lejos para pedir su mano, pero ella no hizo caso a ninguno. Seguía feliz jugando con sus gatos. Un buen día, llegó un príncipe bueno, encantador, apuesto, sabio, amable y virtuoso, y la princesa se enamoró de él. El príncipe le traía regalos y la visitaba a menudo, pero nunca le pidió la mano. Por fin, la princesa le confesó su amor, y el príncipe, loco de alegría, le dijo que también la amaba.
Los tres gatos estaban en la torre jugando con las pelotas de hilo, pero en cuanto la princesa y el príncipe se declararon su amor, por primera vez repararon en las pelotas de oro y empezaron a jugar con ellas. Los sirvientes, asustados, se apresuraron a decírselo al rey a la reina. Pero no enfermó la princesa, sino el joven príncipe, y ningún remedio parecía poner fin a sus males.
La princesa, desesperada, buscó a la mujer que había realizado la profecía. La bruja le dijo que el príncipe solo podría salvarse si la princesa hilaba diez mil madejas de lino blanco antes de la primera noche del invierno. La princesa se precipitó a la torre, se sentó ante la rueca y empezó a hilar y a hilar día tras día. Pero no disponía de bastante tiempo y se echó a llorar. Ninguna mano excepto la suya podía hilar las madejas y solo quedaban veintisiete días para salvar al príncipe. Era una tarea imposible. Llorando desconsoladamente, se dirigió a los gatos, diciendo: “Si supierais lo que ocurre, estoy segura de que me ayudaríais”.
Cuál no fue su sorpresa cuando uno de los gatos apoyó las patas delanteras en sus rodillas, abrió la boca y habló: “Sabemos qué necesitáis y sabemos cómo ayudaros. No tenemos manos, sino patas, por lo que podemos hilar en vuestro lugar sin ir contra las condiciones de la profecía. Nos pondremos a trabajar ahora mismo, no hay tiempo que perder”.
Los tres gatos empezaron a hilar cada uno en una rueca. Era maravilloso ver la velocidad a la que trabajaban. Al caer la noche, la princesa entró y vio que cientos de madejas reposaban en el suelo. Con cada día que pasaba, la salud del príncipe mejoraba a medida que crecía el montón de madejas. En el día señalado, las diez mil madejas estaban listas, y el príncipe casi se había recuperado.
La bruja se quedó asombrada y se alegró a pesar de todo. Le dijo a la princesa que siempre debería cuidar de sus tres gatos. El día de la boda, los tres gatos ocuparon los mejores sitios en cojines de terciopelo. Cada uno llevaba un collar de piedras preciosas.
Mientras los festejos seguían, los tres se hicieron un ovillo en sus cojines y, como es habitual en los gatos, se quedaron dormidos. De pronto, cada uno empezó a emitir un potente ronroneo. Ese fue el regalo que habían recibido por su esfuerzo. Y aunque ningún gato volvió a hablar, todos ronronean imitando el ruido de la rueca al girar siempre que se sienten contentos.
En zonas de Cataluña el ronronear de los gatos se llamaba literalmente “filar” o sea, hilar, por la similitud con el sonido de la rueca. Pero la expresion se esta perdiendo, por desgracia.
Qué expresión tan bonita, «filar». Y tiene mucho que ver con el cuento. En inglés es «purr», en francés «ronronner», pero nos ha dado una idea. Vamos a indagar e intentar descubrir si existe otro paralelismo lingüístico. ¿Sabe en qué zonas de Cataluña? Muchas gracias.
Lo ignoro. Mis padres son de Berga (norte provincia de Barcelona, prepirineo). Tambien lo he oído en ancianos de la zona. La verdad ignoro si es algo local o simplemente antiguo. Generalmente ronronear en catalan se llama roncar.
Gracias por contestar, vamos a intentar descubrir algo más.